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LA SINTESIS
Para que no queden dudas, de entrada: Boca es Maradona, Maradona
es Boca. Aquella historia que tiene avales en la propias palabras
del protagonista de esta historia, sobre su simpatía con
Independiente, tiene una razón, también en Boca de
Diego: su fascinación por el juego extraordinario de Bochini
y de Bertoni. Pero lo cierto es que en aquella humilde casita de
Azamor y Mario Bravo, la suya, en Villa Fiorito, flameaba en los
corazones familiares una única bandera: la de los colores
azul y oro. Eso mamó desde pequeño. Y además,
intuyó, también desde muy chico, que algo muy especial
se estaba gestando entre él y el pueblo boquense.
Fueron los primeros que lo ovacionaron en una cancha, cuando aquel
"¡Que se quede / Que se quede!" se convirtió
en himno en el entretiempo de un partido de primera entre Argentinos
y... Boca. El no tenía más de 12 años. Años
después, no demasiados, siempre con la camiseta de Argentinos
le pegó cuatro cachetazos a un símbolo de Boca, a
Hugo Orlando Gatti. Fueron cuatro goles en un solo partido que provocaron
otra ovación unánime: la de los hinchas de Argentinos,
por supuesto, y también la de los hinchas de... Boca.
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1995 fue el año;
octubre, como corresponde en cada renacimiento maradoniano, el mes.
Primero en la lejanísima Corea del Sur, tierra amante de
Maradona como pocas. Después, en La Boca, su tierra. "Quiero
que la gente diga otra vez: ‘Vamos a la cancha, vamos a ver
a El Diego’", deseó en una frase íntima.
Y así fue. En La Bombonera otra vez, el 7 de octubre de 1995,
pisó la cancha más querida. Boca ganó 1 a 0,
pero ese fue un detalle.
Por eso presionó como presionó para que un día,
al fin, se pusiera esa camiseta. Al punto de que él mismo
generó el pase. Así fue: el gran interés era
de River Plate, que daba hasta lo que no tenía para contar
con él; sólo bastó que él sugiriera
en una entrevista que Boca Juniors también estaba interesado
—cuando en realidad Boca no tenía ni interés...
ni plata- para que la historia cambiara de rumbo.
Al fin, el sueño se concretó, en una operación
financiera que podría estar en la leyenda de la economía
mundial. Millones de dólares, avales bancarios, cuotas escalofriantes.
Nada suficiente para pagar lo que generó, desde aquel debut
contra Talleres de Córdoba, el 22 de febrero de 1981. Dos
goles de penal en una
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Bombonera colmada que le
permitieron adquirir la seguridad que su ajetreado físico
necesitaba, porque era conciente de que no podía dar todo
lo que tenía de entrada. En el arranque, le cedió
la posta del protagonismo a Miguel Angel Brindisi, un socio ideal.
Como para que nadie dudara, igual mostró su distinción
en los partidos diferentes. Como contra River, en la Bombonera nocturna
y lluviosa, tres a cero inolvidable, 10 de abril. Y en el remate
del campeonato, el mejor Maradona. Para dejar atrás a aquel
Ferro de Carlos Timoteo Griguol, engorroso pequeño gran rival
que mezclaba fútbol, básquetbol y ajedrez, con ese
Boca que luchaba y luchaba dirigido por Silvio Marzolini.
Después llegó el Nacional. Pero no vino solo. Lo acompañó
una serie de giras y partidos amistosos que terminaron por minar
tanto el físico de todos, que el camino quedó más
tranquilo para la marcha del River de Kempes. Diego se fue de Boca
en el verano del ’82, casi un año exacto después
de su llegada. Pero no se fue para siempre...
El embarazo de catorce años, gestado en Europa, desarrollado
en Barcelona, Nápoles y Sevilla, con un acercamiento final
en la argentina Rosario, finalmente derivó en el parto del
gran retorno.
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Todos fueron detalles, en realidad.
Cada uno de los 30 partidos que jugó, imponiendo algo que
fue más allá de sus 7 goles, sus triunfos, sus empates,
sus derrotas en aquellos dos años, dirigido consecutivamente
por Silvio Marzolini, Carlos Bilardo y Héctor Veira: la sensación
inevitable de todos y cada uno de sus compañeros y rivales
de que estaban compartiendo el campo de juego con un monumento de
carne y hueso. Y de talento.
Lo persiguieron con extraños controles antidoping hasta
que el dolor (no físico, sí del alma) lo obligó
a gritar basta. Justo contra River, justo en el Monumental, justo
cinco días antes de cumplir 37 años de edad. Aquel
25 de octubre quedará en la historia. Lo que nunca nadie
se animará a escribir es lo que sigue: fue el último
partido oficial de fútbol de Diego Armando Maradona. Sólo
es una referencia; jamás una verdad absoluta.
Barcelona
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